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viernes, 25 de diciembre de 2015

Dos libros que leí durante el 2015


”Esos ojos espantados últimamente están en todas la caras.” Betina Keizman, Los restos

Los restos de Betina Keizman (Ediciones Alquimia, 2014) es uno de esos libros que te imponen una lectura lenta, como obstaculizada. La prosa es compacta y el mundo que se va desplegando a través de las palabras, no es uno en el que querrías vivir. Sin embargo, se instala en mí y no quiero que se termine. Mirta, la protagonista, se mueve por ese mundo con la inevitabilidad con la que vivimos. Pero sabemos que no siempre fue así. Antes de que las hordas lo tomaran, era un mundo en el que todavía se podía tener una huerta por el mero placer de trabajar la tierra o de jugar a obtener nuevas variedades de flores. Al iniciarse la novela, Mirta y su hermano deciden dejar la huerta e irse a El Centro. El boleto de entrada: ceder un órgano o prestarse a un experimento desconocido. 
Es un mundo en disolución el que nos presenta Keizman, uno en el que los cuerpos no valen más que las cosas que han perdido su valor. Objetos y pedazos de objetos que han tenido una utilidad, que han sido parte de una forma de vivir que ya no es. Montañas de restos hediondos y putrefactos que asoman como recuerdos de otro tiempo. Es justamente el olor lo que llama más mi atención, porque hace que los restos adquieran una materialidad imbatible. Cuando dejo de leer, me descubro oliéndome las manos, buscando algo de ese olor en ellas. 
Me lo imagino filmatizado, con una estética como la de La Sonámbula (1998) de Federico Spiner.  
Distancia de rescate de Samanta Schweblin (Random House, 2014) es al revés. Te lleva hacia adelante como de las narices. Es de lectura rápida. Normalmente, no me gustan los libros que me impulsan así a la próxima página y a la próxima, pero este me atrapa por su manejo del lenguaje. Es que Schweblin logra combinar la tensión de la narración, un hilo argumental fuerte y un manejo del lenguaje casi poético. Acá hay una niña que habla en primera persona del plural y un niño llamado David pero de identidad incierta que, dirigiendo el diálogo con Amanda, lleva la historia hacia adelante. Son niños extraños que me recuerdan a los de Silvina Ocampo o los de Cristina Peri Rossi. 
Acá también aparece el olor, pero de una manera más soslayada. Es el agua que huele mal al principio, cuando Nina y su madre, Amanda, llegan a la casa de veraneo. También las manos de Nina huelen mal cuando se levanta del pasto y se siente la cola del pantalón mojada. 
La distancia de rescate, explica Amanda, es “esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”. Pero no basta, porque es la naturaleza la que está envenenada. La amenaza está en el agua, en los cultivos de soja, en la tierra. Aunque también la maternidad se vive como algo amenazante, como una carga que en cualquier momento puede estallar. ¿Dónde está realmente la amenaza, afuera o adentro?
Ambas novelas se podrían leer en diálogo con el género de literatura post-apocalíptica –aunque más la de Keizman que la de Schweblin. Ambas, si bien muy diferentes en su estilo, tienen un manejo impactante del lenguaje.

viernes, 31 de julio de 2015

Los suecos aman el sol


Otro día lluvioso y de 17-18 grados en este verano de identidad incierta. Entre el gris y la quietud más bien otoñales, una frase del pasado repica en mi conciencia: 
 
Los suecos aman el sol.

Es una frase en apariencia insignificante. Una oración aseverativa afirmativa, compuesta por un sujeto, un predicado y un objeto directo y por vocablos que se encuentran bien plantados en su sentido literal y que difícilmente abren a una lectura simbólica. No hay fuerza poética posible entre la mayúscula y el punto. Es uno de esos típicos enunciados generalizadores que se lanzan, sin temor a reproducir estereotipos, para describir la idiosincrasia de un pueblo o de una nación. Y sin embargo, es una frase que me ha acompañado ya treinta años, como una voz, un locutor en mi cerebro, un mantra: 

                      Los suecos aman el sol. 

La primera vez que la leí fue en la sala de clases en la casa de Emilio Stevanovich, en un departamento de fin de siglo en el barrio de Palermo. No recuerdo la calle, pero el nombre de Lafinur se me aparece como queriendo hacerse notar. Una búsqueda en Internet me informa que Stevanovich vivía en el legendario Palacio de los Patos, construido en 1929, pero si bien puedo reproducir en mi imaginación ese edificio gigantesco que ocupa casi una manzana entera cerca del Zoológico, no tengo recuerdo alguno de haber entrado jamás en uno de sus tantos departamentos. La información no me aclara mucho, más bien me confunde y pone en duda esas habitaciones del fin de siècle que creo recordar. Sin embargo, quiero confiar en la sensación de espacio y de solemnidad que acompañan a estos detalles temporales y de ubicación. Entrar a ese departamento, donde quiera que estuviera, era entrar a un espacio silencioso y bastante tenso en el cual Stevanovich era el monarca: un hombre que quizás tuviera unos 60 años por entonces y que se movía rodeado de un aura de cosmopolitismo e intelectualidad que me fascinaba e intimidaba. Esto último también por su rostro como de ídolo, serio e inamovible, y la impaciencia fácil. 

Era un curso de intérprete simultánea entre castellano e inglés. Stevanovich tenía una excelente reputación de buen maestro y además contaba con la experiencia de haber sido intérprete en la ONU y en otros puestos oficiales. Lo que no sabía entonces, o al menos no recuerdo haberlo sabido, es que era un crítico de teatro muy importante y que había tenido programas de radio de música y de teatro desde los años 60. (Hoy muchos lo recuerdan con admiración y agradecimiento, aunque en ningún lugar encuentro su fecha de nacimiento y en general, no encuentro fechas de los programas radiales que dirigió o en los que colaboró.)

Era el año 1985 y yo tenía 21 años. Mi adolescencia había transcurrido en un colegio inglés durante los años de la Guerra Sucia. Mis primeros años de universidad fueron en Medicina de la UBA (Universidad de Buenos Aires) durante el final de la dictadura pero en 1986 yo todavía tenía la mirada enturbiada por el miedo y la desinformación y mi forma de rebelión era vestirme de negro y leer poesía surrealista. Sin embargo, hoy no puedo pensar la Buenos Aires de esa época sin incluir todo lo que había pasado antes, todo lo que veníamos arrastrando. Y dado este contexto, resalta la frase, tan desprovista de todo aquello, tan desconectada de la historia que iba prendida a mi sombra por las calles de Palermo, caminando hacia lo de Stevanovich con mis cuadernos a cuestas y los ojos llenos de cajal negro y rimmel. 

                      Los suecos aman el sol. 

(Y nosotros, los argentinos, ¿no? ¿Qué amamos los argentinos?)

El texto que empezaba con ella –uno de los muchísimos ejercicios de traducción al inglés que nos tocó hacer– era una semblanza sobre los suecos (no los noruegos, ni los fineses) y la falta de luz con la que conviven gran parte del año. Pero si esa frase quedó para siempre retumbando en mi memoria, tanto el autor del artículo como el resto de sus formulaciones, acaso más elaboradas, se han borrado. Sí recuerdo que me hacía imaginar unas personas que en medio de cualquier actividad cotidiana, en cualquier esquina y de manera compulsiva, ante la mera presencia del sol, se sacaban la ropa exponiendo la mayor cantidad posible de piel a sus rayos. Esa imagen me resultaba cómica y me alejaba de los solemnes personajes de Bergman.

Es que en aquel entonces, yo no sabía casi nada de “los suecos”. En realidad, lo único que conocía era a través de las películas de Bergman que veía en la cinemateca de la Hebraica o en el San Martín. Sin embargo, no pensaba los personajes de Bergman como “los suecos”, personas de carne y hueso que van a trabajar o van al colegio, que andan por las calles, que hacen las compras, pagan las cuentas… Los dramas de Bergman, pasaban por otro lado. A pesar de esa lengua incomprensible a la que solo accedía por los subtítulos en castellano, me llevaban a un espacio existencial, como una especie de universal hegeliano.

Poco imaginaba entonces que, como el narrador de “Axolotl” de Cortázar, un día yo también sería una de ellos. Y que esa frase, retumbando dentro mío era un adelanto de aquella transformación. 

Porque los suecos amamos el sol y si el verano no lo trae en cantidad suficiente, andamos llorando por los rincones como cronopios.